Tuesday, November 01, 2011


Rogelio Saunders:

Canto de los niños de ulm


a mis amigos


Para nosotros, creo, todo fue más rápido.
Precisamente porque nunca abandonamos
el territorio tibio de la infancia,
el vagar entre nieblas, entre bosques
donde el terror era sólo un presentimiento;
algo que siempre, siempre les sucedía a los otros.
Y por eso nos cuesta tanto haber envejecido.
Esto se niegan a aceptarlo nuestros ojos.
Esto, esta lava, esta
excavación sincera y definitiva del silencio.
Ante esto alzamos las manos hasta la cara
y volvemos una vez más a nuestros juegos,
los mismos, los mismos siempre.
Para nosotros todo fue más rápido.
Como la caída instantánea de la última hoja
del otoño, ya cerca del invierno,
en el sendero del parque,
del parque vaciado de las voces,
bordado por los juegos,
por los simultáneos susurros entre un banco y otro.
Invisible universo de la noche.
Y la circunvalación de un arroyuelo
brillando en la oscuridad, hacia más prominente
el pico azul en que terminaban las ondulaciones
del cartón amarillo, y las cabezas
de los pequeños seres asomados entre el follaje
como las hojas que flotaban entre el invierno y el otoño.
Puras estaciones. Monumentos puros.
Era curioso todo este suceder sin consecuencia
y la lluvia dando sobre el cartón rítmicamente,
haciendo espejos en los que nadie se miraba,
espejos vivos abandonados en el bosque.
Era curioso, decimos, mientras miramos en el agua
turbia algún pez sobreviviente,
alguna larva que nos es más preciosa que el oro,
más necesaria que el sol y que los vientos idos.
¿Acaso estuvimos enfermos?
Será por eso que sólo podemos hablar en pasado,
semejantes a pescadores pintados en una sábana,
vueltos hacia el tiempo del que somos cautivos,
el tiempo dorado de los juegos, de la canción infinita
que recomenzamos en el borde del estanque.
Por eso no es verdad que hayamos envejecido.
No lo creeremos ni aunque lo griten los altavoces.
No hemos envejecido, no hemos envejecido.
Tenemos el silencio oculto aún entre los pliegues
de la camisa, rodeando al corazón que late.
El sueño descansa aún sobre nuestro párpados
y la sonrisa, espesa, alarga nuestros labios.
Sonreímos, sonreímos.
Sonreímos largamente en medio del follaje.
Comenzamos a cantar una vez hace mucho tiempo,
hace mucho tiempo, en el tiempo de nunca.
Y desde allí se elevaron nuestras voces,
rodaron entre el invierno y el otoño.
Fueron las voces roncas, las persuasivas voces.
Los sueños que se perdieron, los corazones que desearon.
Tan instantáneamente como un beso entre las flores.
A cubierto de todo bajo el techo de láminas,
bajo la transparencia opaca del olvido.
Fue así, fue así la metamorfosis del barro.
Para nosotros cantar era moldear la figura
inviolable del tiempo bajo los dedos temblorosos,
con los ojos negados a la luz de la tierra,
para siempre sellados por el sueño.
Canto de ciegos que desvía a los que pasan.
Arrastrarse de un río cuyo fin no es visible.
Pero el río, pensamos, termina en el horizonte.
Y el horizonte, dijimos, es la metáfora del origen.
Niños de Ulm, regocijaos.
Y cantamos más fuerte entre las duras hojas mojadas.
Era allí a donde íbamos, con gestos de bajorrelieves.
Cuán alegre era la mañana sin sol en que partimos.
Y cuán sereno el aire ausente.
Esto sucedió hace mucho tiempo.
Y tan rápido, sin embargo, que todavía,
todavía está temblando entre las hojas mojadas
esa nota única con que llamamos
a lo que ondula y lo que salta,
a lo que huye desesperadamente sin dejarse atrapar,
a lo que se derrumba entre el cansancio y se transforma.
Cansancio, es de esto de lo que se alimenta el río.
Es con esto con lo que recomienzan nuestros juegos.
Los mismos, los mismos, los mismos siempre.
El mismo canto siempre dorado e inconcluso.