Sentados en la mesita del bar Moguereño, Silvia Delgado contempla el énfasis de Enrique Cabezón. Cada uno supo dejar una huella dactilar en nuestros afectos, una firma específica que no encuentro otra manera de poner en evidencia (son esas cosas que no requieren que se expliquen demasiado) más que con sus propios poemas. Los títulos de sus libros, muy diferentes entre sí, dialogan, desde un paralelismo negativo unido por un símbolo. Las lágrimas. O el llanto. El de Silvia se llama
No está prohibido llorar con los supervivientes, y el de Enrique,
No busques lágrimas en el ojo del muerto.Del primero (Fragmento)
Avanza, pues, el agua salobre.Con su lengua ataca,espera en la retaguardiaafilando su nombre y su apeliidoel que mercadea con genespara patentar la vida.Como un collar de cuentas roto,las perlas van a la derivay desde aquí, indiferentes,observamos a la tierraapoyando los codos en ellacomo si nada ocurriera.Del segundo, (Fragmento)
el orto se sumerge en el azogue difusola metamorfosis sucede y la alquimia del tiempohará que no te reconozcas en el espejo / inútil puesla presumible higiene modulada de entoncespara quien no tiene qué esconder / la miseriaha terminado por presentar al nuevo Dorian Grayque te mira cuando le miras y mirael rumor de hojas maquinalmente repetidoojalá el poema me ayude a respirar y arder.PD. La foto de la derecha corresponde al Hostal -¿cómo se llamaba?- donde nos alojábamos con Manu, KB, Silvia, Begoña, y no sé quién más. La puerta de arriba, la que está en el ángulo superior derecho, de frente, era la de nuestra habitación. Tenía un encanto especial (más allá del ruido de la reforma), sobre todo ese día, ropa colgada, calcetines, toallas, el hibiscus naranja, las tejas rotas y chuecas, las casas que se ven más atrás.
1 comment:
Ese Pedro... Ahí lo tienes, no sólo tienes paciencia para aguantarnos sino que además te lees nuestros libros!!!! Eres el jefe.
El hostal creo que se llamaba Pedro Alonso Niño, o algo así.
Post a Comment