Por Daniel Saldana Paris
Letras Libres, Noviembre de 2007
El Billar de Lucrecia, editorial que con cada nuevo título se agencia el logro de publicar a un autor de riesgo (en un país donde publicar poesía, en general, ya es una actividad de riesgo), cumplió hace poco su segundo año de vida. Convirtiendo su existencia en un festejo, sorprende nuevamente a los lectores con las bolas seis y siete de su colección. Se trata de dos libros muy distintos entre sí, ambos de autores sudamericanos nacidos en los setenta, que vienen a forzar nuestra mirada más allá de las fronteras nacionales para ponernos en relación con poéticas distintas y disidentes, rupturistas pero decantadas, cuya influencia crece en suscriptores dentro de nuestra poesía joven. Éstas son las novedades.
Transversal, de Pedro Montealegre, es un poema-enjambre, proliferación del lenguaje en su periferia, multidireccional y de una velocidad por momentos asfixiante, habitado por voces superpuestas y anclado en un contexto específico que sin embargo se dispara y multiplica bajo la mirada alucinada y terriblemente lúcida del poeta.
Con una musicalidad que debe mucho al “neobarroco”, de versículos largos atravesados por aliteraciones, este libro se desmarca de los movimientos poéticos más en boga para fundar su propio espacio de referencias. El lenguaje de Montealegre (Santiago de Chile, 1975) urde una densa textura sonora de la cual emergen imágenes vivaces, caminos que se ofrecen al lector para luego desaparecer súbitamente y dejar paso a otros caminos; como viajar en un tren que ora ofrece un paisaje urbano, ora uno subcutáneo, pero que fluye siempre vertiginosamente.
Sus estructuras de guiones y aposiciones hacen saltar en mil pedazos la linealidad del poema; lejos de precisar el cuerpo del texto, estos recursos insinúan otras lecturas: “Improbabilidad de un lenguaje –pruébalo, sabe a fangal, a limón podrido–, grumo de atmósfera cada grumo de sangre.” Los audaces encabalgamientos marcan un ritmo atropellado que se volvería tedioso de no ser violentado por constantes hallazgos. El autor es fiel a esta máxima plasmada con envidiable economía: “Enfermedad de un lenguaje –se vuelve charco.” Montealegre se sirve de un lenguaje siempre en movimiento, fluctuante y sorpresivo, que en ocasiones deviene verdadera catarata.
En la primera sección del libro, “El principio del nombre”, las imágenes circulan en torno al cadáver. Putrefacción, fermento, “langostas y bichos generados en uno/ que no presume de cuerpo”; todo síntoma de muerte es sólo la ocasión para una superabundancia de vida: las palabras se persiguen y atropellan trazando el recorrido de un insecto, mondando vorazmente los despojos de ese yo que usualmente se reclama dueño de la voz poética. El punto de partida, pues, no es la intimidad o la autonomía del poeta, sino siempre un discurrir entre las cosas que conforman el mundo circundante; como si el cadáver que sirve de pretexto a la proliferación de metáforas no fuera otro que el del individuo aislado, asesinado en la antesala del poema y reconstruido desde el afuera a lo largo de todo el libro.
La ciudad, primer personaje, se convierte en la exterioridad a partir de la cual se piensa como existente el poeta. Depuestas las fronteras de lo íntimo, volcado más allá de su costumbre mediante el rito iniciático de habitar un país que no es el suyo, el poeta vuelve a ser sólo mediante el contacto con un mundo múltiple e inasible, transido por la violencia y el hambre: “Hay niños pijos; han quemado/ a una mendiga y dicen: Ay, no sabía que iba a arder. Léase Ay: asesinato y arder.”
A partir de la atención a esa realidad policroma, asistimos a la aparición de una voz también múltiple (“Es mentira lo uno”, canta el poeta en pleno fervor deleuziano), surcada por discursos, reflexiones y referencias que, por su disparidad, casi hacen naufragar el libro en un puro vértigo de estar diciendo.
La cotidianidad irrumpe en el texto tamizada por la conciencia extranjera del poeta; conciencia que, al mismo tiempo, viola la identidad de quien pronuncia y fuerza la “pulsión del decir” que recorre el poema estremeciéndolo. Testigo de un mundo extraño, Montealegre toma conciencia de su lugar por referencia a los otros. Es en este sentido que la intimidad ha sido desterrada: sólo existe la cercanía, la intersubjetividad, el afuera. El uso de intertextos ayuda al poeta a poblar esa urbe mestiza donde convergen canciones de la Lupe con reflexiones sobre el marxismo y desoladores parajes de periferia.
Merece una atención especial el uso de ciertos Leitmotive de los que se sirve el autor para vertebrar las diferentes secciones del libro, y que juegan un papel clave en la construcción de macrometáforas. Por ejemplo, la repetición del siguiente tema: “Has cantado, pero no has hablado al corazón de las cosas”, en la primera parte del libro, nos pone cada tanto en sintonía con la intención ditirámbica del texto, otorgando al deleite de la palabra la preeminencia negada a la esencialidad del mundo.
En definitiva, un texto sinuoso, que podría parecer demasiado críptico si no rescatase al lector de la oscuridad absoluta pespunteando cada sección con intuiciones potentísimas.
Por su parte, los poemas de Horoskop, de José Carlos Yrigoyen, parecen estar escritos en voz baja. Directos, despojados de ornamentos, son de apariencia narrativa, cargados de topónimos casi impronunciables que imprimen al texto una sonoridad ríspida. El ritmo sincopado y la referencialidad onírica generan un ambiente distinto en cada uno. Algunos personajes emergen del texto como un epifenómeno de la situación –insinuada, diluida, atravesada por conversaciones imposibles.
La facilidad de José Carlos Yrigoyen (Lima, 1976) para establecer una continuidad entre el paisaje y los mundos interiores –“No muy lejos de la playa la relación entre el tiempo y la memoria/ se derrumba sobre la arena con los tendones cubiertos de sangre”, “donde el viento es solamente parte del proceso de pensar”– hace de su escritura un movimiento orgánico. Las pulsiones vitales se desbordan e irrumpen en el paisaje disfrazadas de símbolos.
Puede estorbar, sin embargo, una cierta voluntad de rareza, que por momentos hace del texto un lugar árido. Pero, como el propio autor descubre, “Lo incomprensible [...] no es un goce que se pueda mantener más que unos pocos minutos”.
Más allá de la densidad específica de cada uno de los poemas, hay ciertos juegos metaliterarios que vertebran y unifican el libro entero, poniendo también de relieve la aparente inseguridad del poeta ante su trabajo: “Un juego donde a la mitad ya nos declaramos vencidos/ y pensamos cuál será la mejor manera de terminar esto./ (Eso, eso es: una coda será la mejor forma de terminar esto.)” Esta dubitación de la lengua, incesante pleito del autor con su materia, es una de las principales puertas de entrada que se ofrecen al lector, que se sentirá invitado por el tono casi íntimo que se alcanza mediante este tipo de juegos: “yo ya no quiero esperar que pase algo para escribir sobre”, “Eso, eso es: una coda./ Que la coda de esto sea un lugar para abrazarnos”.
Yrigoyen habla a un interlocutor cercano, al que en algunas ocasiones (“Apunte para un poema sobre el matrimonio”) se puede identificar con el sujeto amado. El lector, en estos versos, habita ese espacio de intimidad prístina y directa, que no es un espacio convencionalmente poético, sino construido por las obsesiones, las imágenes y los sonidos personalísimos del autor. En este sentido, parece que esa narración a media voz es la puerta para acceder a un lenguaje privado, para leer y comprender el léxico de un grupo selecto: la comunidad de los amantes o la fraternidad secreta. El glosario personal de Yrigoyen nos incluye en un mundo onírico de personajes bosquejados: “Kematian para definir al que estudia la protohistoria del clavicémbalo./ Uang kertas para el autobús que pasa repleto de prisioneros cantando.”
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